Hace unas tardes bajé del edificio donde vivo para encontrar una pequeña multitud rodeando a un despliegue policíaco que cubría algo en medio de la avenida. No tardé mucho en darme cuenta que en el centro de esa conmoción había un cuerpo inerte. No lo vi directamente. Lo pude leer en todas la miradas y cuerpos. Caminé de un lado a otro y reconocí en mí una imagen que he visto de forma directa y en documentales: un animal ante un individuo de su misma especie muerto en medio de su rutina diaria. Es una mezcla de querer aceptarlo de forma ligera, consternación, nerviosismo y silencio.
El cuerpo, que se encontraba oculto por las fuerzas policíacas, estaba tendido exactamente en el trayecto donde yo cruzó la avenida todas las mañanas para comprar unos croissants recién hechos. El hombre parecía haber caído en el tránsito ilícito que yo hacía unas dos o tres veces al día (hay dos pasos de peatones a menos de cien metros a ambos lados). Pero luego vi una bicicleta destrozada recargada en un árbol, del otro lado de la avenida. No era un peatón; era un ciclista. Yo seguía andando de un lado a otro de mi acera sin hablar con nadie y sin atreverme a hacer el cruce, claro, pero tampoco a acercarme a alguno de los pasos de peatones.
La muerte en Eslovenia no es tan cercana como en México. Por lo menos no de forma violenta. Acá parece que uno está condenado a morir pacíficamente y de alguna dolencia renal o cardiaca mientras uno duerme. La confrontación con la muerte de una forma tan gráfica me regresó a un mundo telúrico del que quizás inconscientemente siempre he querido escapar. Un mundo que de alguna froma parece más vivo; quizás por contraste.
Recuerdo la primera escena de violencia fuerte que vi en México cuando tendría unos cuatro o cinco años. Salíamos de un restaurante en el centro de la ciudad de México cuando se desató un pleito entre dos hombres. Pronto uno de ellos mostró una visible superioridad y terminó el asalto estrellando repetidamente la cabeza del otro en la defensa de un Volswagen sedán. Recuerdo el modelo porque alguien me llevó luego a ver los trozos de cabello y cuero cabelludo que se habían quedado adheridos a la particular defensa de un “vocho”.
Aquella fue mi introducción a un mundo de violencia que se encontraría latente durante toda mi vida en México. Un mundo al que uno se acostumbra y luego hasta se vincula con facilidad. Ahora a la distancia y recordando mi andar de un lado al otro de la acera, siento más palpable ese contraste, pero sé que ese mismo mundo respira no lejos de aquí, y hacia allá soy atraído, hacia el supuesto oscuro mundo del sur.